domingo, 23 de octubre de 2011

Un bancal


El verde de las lechugas recién nacidas es alucinante, fresco, puro, brillante. Un bancal hecho en una terraza. Mucha preparación de la tierra subiendole el nivel y poniéndole compost, lombricompuesto, bosta de caballo. Todo mezclado y tamizado, quedó increíble y las plantitas nuevas y sanas lo confirman. Hay mezcladas lechuga morada, lechuga verde, caléndulas y rúcula. Ya estrenamos con unas ensaladas riquísimas. Y también distribuí lechugas entre amigos y vecinos porque estaban requeteapretadas.




¿Cómo se llamará esta linda flor azulada qué crecio en la huerta mientras preparaba la tierra? Resistió la sequía, el sol y finalmente ayer llegó una preciosa lluvia de dos días.


viernes, 23 de septiembre de 2011

Primeras flores en el monte 9



Y ésta? alguien conoce su nombre? Campanas amarillas en ramilletes.

Primeras flores en el monte 8


Una Santa Rita, un regalo para que él recuerde la casa de su abuela donde fue tan feliz. Me dicen que las enredaderas crecen aquí en el hemisferio sur siguiendo el sentido de las agujas del reloj y en el hemisferio norte al revés. Como los remolinos del agua. Yo he ido casi que solamente a hacer el experimento, y es verdad.

Primeras flores del monte 8

Primeras flores en el monte 7


La jarilla es un arbolito que florece con éstas pequeñas flores amarillas. Son las preferidas de unos abejorros negros que hacen mucho escándalo con sus vuelos. Acá hacen una escoba con las ramas secas que se llama Pichana y con ésa escoba se barre alrededor de la casa para ahuyentar alacranes y arañas, pues las hojas secas desprenden una sustancia que les desagrada a éstos bichos.

Primeras flores en el monte 6


Esta no sé como se llama, es como un árbolito, un poco parecido a un manzano.

primeras flores en el monte 5




Aloes, se llenan de colibríes -comunes y con larga cola- y abejas, mariposas y otros bichos que se alimentan allí. Tantos bichos hay que suenan permanentemente con un mmmnnnnnnn.

Primeras flores en el monte 4

Un clásico entre las suculentas, dando sus flores. Cuando la planta está sana es maravillosa.



primeras flores en el monte 3

He visto campos cubiertos con éstas flores, campos sin fin. Acá las tengo en una maceta, muy acotadas pero igual de maravillosas con ése color avioletado pero rosa y su forma perfecta y acampanada. Me encantan las oxalis. Son tan fuertes a pesar de ser tan pequeñas.


primeras flores en el monte 2


Acá le dicen Rayito de sol, aunque yo solía llamar así a unas trepadoras suculentas también pero que sus hojitas eran como ramilletes de dedos finitos hacia arriba, éstos no son como deditos sino son hojas carnosas. Me gustan mucho las plantas suculentas, me gusta ésa palabra, que suena a comida, a sopa, a abundancia. Guardan el agua en sus macizas hojas en los lugares donde hay poca agua. Florecen todo el año si las riegan y les hablan y las miran, bah, un poco como todos. Tienen un verde más impactante, pero éstas en especial fueron descuidadas mientras viajaba y se recuperan, por ahora están medio amarillas.


primeras flores en el monte




Así se ven en el paisaje.


Este es un árbol que antes de sacar sus hojas explota con estas esferas de sutiles hilitos que huelen fuerte, un día es todo ramas amarronadamente grises y al otro una explosión de éstas esferas perfumadas. Pero la palabra perfumada no es exacta, porque pareciera que es un suave aroma, y ésta fragancia es como una piña en la cara. Trompada de perfume.


Acá me dice mi amigo diseñador de música con cantos de anfibios que: se trata del espinillo. "el espinillo tiene las fores color llema de huevo, y el perfume es super super dulce, muuuy rico, y más que trompada te dan una espeza enchastrada de miel en la cara, que además es adictiva. Mucha gente muere de amor por este perfume y junto a ellos es enterrada."

Bienvenida palabra Espinillo a mi vocabulario y a mi boca y a mis recuerdos donde serás dulce y espesa y salvaje, como miel de camoatí.

jueves, 21 de julio de 2011

Maniana lloverá en Saarbruecken

Vuelve a llover en Alemandia. Acabo de pasar la aspiradora, el polvo que se junta acá es diferente del de allá, es como una pelusa de algo sintético, difícil de definir. Evidentemente no es tierra de San Marcos ni de ningún lugar. Las casas están aisladas del exterior perfectamente. Triple vidrio en las ventanas que se cierran herméticas como un tuper, paredes de 70cm y un metro de ancho. Un sistema de ventilación eléctrico, controlado electrónicamente. Una computadora para decidir los grados que hacen en cada habitación y una sensación de encierro incomparable. Encierro primer mundista. Lo primero que hacemos cuando el frescor lo permite es abrir las ventanas, igual no corre ningún viento. Adonde está el viento? El viento es el espíritu para los chinos, -bah, no para todos los chinos, para los que siguen al mapa bagua, a la filosofía de la rueda de las mutaciones y los elementos (mierda, tengo q encontrar una manera de definir ésto más sintéticamente)- Es bastante obvio que acá el espíritu se mudó a otra parte.
Europa está vieja, decadente, muriéndose, secándose como un árbol que perdió su lozanía. No es sólo su gente sin alma, sus conversaciones acerca del precio que pagan por las cosas que sus máquinas les fabrican; no, en el bosque también se percibe esa energía vieja, antigua, sin ése vigor que nos rodea en América y que nos parece tan natural. Las plantas y los árboles con la respiración suave, imperceptible, el bosque volviéndose de piedra, los pájaros con los ojos cansados de ver, las plantas que crecen tan prolijamente. Uno puede comprender que sean tacanios, miserables, individualistas, que no conozcan a la madre generosa, dadivosa, a la abundancia, que se derrama en una marea que sacia a sus hijos apenas éstos desean. La madre que sostiene y alimenta con presteza e intención, con un despliegue infinito de una creación riquísima en variedad y belleza.

martes, 3 de agosto de 2010

La leyenda de la Tatuana

Ronda por casa-Mata la Tatuana


El maesto Almendro tiene la barba rosada, fue uno de los sacerdotes que los hombres blancos tocaron creyéndoles de oro, tanta riqueza vestían, y sabe el secreto de las plantas que lo curan todo, el vocabulario de la obsidiana -piedra que habla- y leer los jeroglíficos de las constelaciones.
Es el árbol que amaneció un día en el bosque donde está plantado, sin que ninguno lo sembrara, como si lo hubieran llevado los fantasmas. El árbol que cuenta los años de cuatrocientos días por las lunas que ha visto, que ha visto muchas lunas, como todos los árboles, y que vino ya viejo del Lugar de la Abundancia.
Al llenar la luna del Búho-Pescador (nombre de uno de los veinte meses del año de cuatrocientos días), el Maestro Almendro repartió el alma entre los caminos. Cuatro eran los caminos y se marcharon por opuestas direcciones hacia las cuatro extremidades del cielo. La negra extremidad: Noche sortílega. La verde extremidad: Tormenta primaveral. La roja extremidad: Guacamayo o éxtasis de trópico. La blanca extremidad: Promesa de tierras nuevas. Cuatro eran los caminos.
-¡Caminín! ¡Caminito!...-dijo al Camino Blanco una paloma blanca, pero el Caminito Blanco no la oyó. Quería que le diera el alma del Maestro, que cura de sueños. Las palomas y los niños padecen de ese mal.
-¡Caminín! ¡Caminito!...-dijo al Camino Rojo un corazón rojo; pero el Camino Rojo no lo oyó. Quería distraerlo para que olvidara el alma del Maestro. Los corazones, como los ladrones, no devuelven las cosas olvidadas.
-¡Caminín! ¡Caminito!...-dijo al Camino Verde un emparrado verde, pero el Camino Verde no lo oyó. Quería que con el alma del Maestro le desquitase algo de su deuda de hojas y de sombra.
¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
El más veloz, el Camino Negro, el camino al que ninguno habló en el camino, se detuvo en la ciudad, atravesó la plaza y en el barrio de los mercaderes, por un ratito de descanso, dio el alma del Maestro al Mercader de Joyas sin precio.
Era la hora de los gatos blancos. Iban de un lado a otro. ¡Admiración de los rosales! Las nubes parecían ropas en los tendederos del cielo.
Al saber el Maestro lo que el Camino Negro había hecho, tomó naturaleza humana nuevamente, desnudándose de la forma vegetal en un riachuelo que nacía bajo la luna ruboroso como una flor de almendro, y encaminóse a la ciudad.
Llegó al valle después de una jornada, en el primer dibujo de la tarde, a la hora en que volvían los rebaños, conversando a los pastores, que contestaban monosilábicamente a sus preguntas, extrañados, como ante una aparición, de su túnica verde y su barba rosada.
En la ciudad se dirigió a Poniente. Hombres y mujeres rodeaban las pilas públicas. El agua sonaba a besos al ir llenando los cántaros. Y guiado por las sombras, en el barrio de los mercaderes, encontró la parte de su alma vendida por el Camino Negro al Mercader de Joyas sin precio. La guardaba en el fondo de una caja de cristal con cerradores de oro.
Sin perder tiempo se acercó al Mercader, que en un rincón fumaba, a ofrecerle por ella cien arrobas de perlas.
El Mercader sonrió de la locura del Maestro. ¿Cien arrobas de perlas? ¡No, sus joyas no tenían precio!
El Maestro aumentó la oferta. Los mercaderes se niegan hasta llenar su tanto. Le daría esmeraldas, grandes como maíces, de cien en cien almudes, hasta formar un lago de esmeraldas.
El Mercader sonrió de la locura del Maestro. ¿Un lago de esmeraldas? ¡No, sus joyas no tenían precio!
Le daría amuletos, ojos de namik para llamar el agua, plumas contra la tempestad, mariguana para su tabaco...
El Mercades se negó.
¡Le daría piedras preciosas para construir, a medio lago de esmeraldas, un palacio de cuento!
El Mercader se negó. Sus joyas no tenían precio, y, además ¿a qué seguir hablando? -, ese pedacito de alma lo quería para cambiarlo, en un mercado de esclavas, por la esclava más bella.
Y todo fue inútil, inútil que el Maestro ofreciera y dijera, tanto como lo dijo, su deseo de recobrar el alma. Los mercaderes no tienen corazón.
Una hebra de humo de tabaco separaba la realidad del sueño, los gatos negros de los gatos blancos y al Mercader del extraño comprador, que al salir sacudió sus sandalias en el quicio de la puerta. El polvo tiene maldición.
Después de un año de cuatrocientos días -sigue la leyenda- cruzaba los caminos de la cordillera el Mercader. Volvía de países lejanos, acompañado de la esclava comprada con el alma del Maestro, del pájaro flor, cuyo pico trocaba en jacintos las gotitas de miel, y de un séquito de treinta servidores montados.
-¡No sabes -decía el Mercader a la esclava, arrendando su caballería - cómo vas a vivir en la ciudad! ¡Tu casa será un palacio y a tus órdenes estarán todos mis criados, yo el último, si así lo mandas tú!
-Allá - continuaba con la cara a mitad bañada por el sol - todo será tuyo. ¡Eres una joya, y yo soy el Mercader de Joyas sin precio! ¡Vales un pedacito de alma que no cambié por un lago de esmeraldas!... En una hamaca juntos veremos caer el sol y levantarse el día, sin hacer nada, oyendo los cuentos de una vieja mañosa que sabe mi destino. Mi destino, dice, está en los dedos de una mano gigante, y sabrá el tuyo, si así lo pides tú.
La esclava se volvía al paisaje de colores diluidos en azules que la distancia iba diluyendo a la vez. Los árboles tejían a los lados del camino una caprichosa decoración de güipil. Las aves daban la impresión de volar dormidas, sin alas, en la tranquilidad del cielo, y en el silencio de granito, el jadeo de las bestias, cuesta arriba, cobraba acento humano.
La esclava iba desnuda. Sobre sus senos, hasta sus piernas, rodaba su cabellera negra envuelta en un solo manojo, como una serpiente. El Mercader iba vestido de oro, abrigadas las espaldas con una manta de lana de chivo. Palúdico y enamorado, al frío de su enfermedad se unía el temblor de su corazón. Y los treinta servidores montados llegaban a la retina como las figuras de un sueño.
Repentinamente, aislados goterones rociaron el camino, percibiéndose muy lejos, en los abajaderos, el grito de los pastores que recogían los ganados, temerosos de la tempestad. Las cabalgaduras apuraron el paso para ganar un refugio, pero no tuvieron tiempo: tras los goterones, el viento azotó las nubes, violentando selvas hasta llegar al valle, que a la carrera se echaba encima las mantas mojadas de la bruma, y los primeros relámpagos iluminaron el paisaje, como los fogonazos de un fotógrafo loco que tomase instantáneas de tormenta.
Entre las caballerías que huían como asombros, rotas las riendas, ágiles las piernas, grifa la crin al viento y las orejas vueltas hacia atrás, un tropezón del caballo hizo rodar al Mercader al pie de un árbol, que fulminado por el rayo en ese instante, le tomó con las raíces como una mano que recoge una piedra, y le arrojó al abismo.
En tanto, el Maestro Almendro, que se había quedado en la ciudad perdido, deambulaba como loco por las calles, asustando a los niños, recogiendo basuras y dirigiéndose de palabra a los asnos, a los bueyes y a los perros sin dueño, que para él formaban con el hombre la colección de bestias de mirada triste.
-¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?...- preguntaba de puerta en puerta a las gentes, que cerraban sin responderle, extrañadas, como antes una aparición, de su túnica verde y su barba rosada.
Y pasado mucho tiempo, interrogando a todos, se detuvo a la puerta del Mercader de Joyas sin precio a preguntar a la esclava, única sobreviviente de aquella tempestad:
-¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?...
Entre los labios de la esclava se acurrucó la respuesta y endureció como sus dientes. El Maestro callaba con insistencia de piedra misteriosa. Llenaba la luna del Búho-Pescador. En silencio se lavaron la cara con los ojos, al mismo tiempo, como dos amantes que han estado ausentes y se encuentran de pronto.
La escena fue turbada por ruidos insolentes. Venían a prenderles en nombre de Dios y el Rey, por brujo a él y por endemoniada a ella. Entre cruces y espadas bajaron a la cárcel, el Maestro con la barba rosada y la túnica verde, y la esclava luciendo las carnes que de tan firmes parecían de oro.
Siete meses después, se les condenó a morir quemados en la Plaza Mayor. La víspera de la ejecución, el Maestro acercóse a la esclava y con la uña le tatuó un barquito en el brazo, diciéndole:
-Por virtud de este tatuaje, Tatuana, vas a huir siempre que te halles en peligro, como vas a huir hoy. Mi voluntad es que seas libre como mi pensamiento; traza este barquito en el muro, en el suelo, en el aire, donde quieras, cierra los ojos, entra en él y vete...
¡Vete, pues mi pensamiento es más fuerte que ídolo de barro amasado con cebollín!
¡Pues mi pensamiento es más dulce que la miel de las abejas que liban la flor del suquinay!
¡Pues mi pensamiento es el que se torna invisible!
Sin perder un segundo la Tatuana hizo lo que el Maesto dijo:
trazó el barquito, cerró los ojos y entrando en él -el barquito se puso en movimiento - , escapó de la prisión y de la muerte.
Y a la mañana siguiente, la mañana de la ejecución, los alguaciles encontraron en la cárcel un árbol seco que tenía entre las ramas dos o tres florcitas de almendro, rosadas todavía.

Miguel Angel Asturias
Leyendas de Guatemala
1970

sábado, 19 de junio de 2010

Las tejedoras del canto

Escucho un canto que primero creo que es un coro de gatos. Pero me pongo a escuchar y escucho al final de cada frase palabras en un tono suave, de mujer. Una y otra vez vuelve el mismo canto. Con las mismas palabras suaves al final. Suaves y graves.
Estoy en la cama, quiero despabilarme del todo para ver que és. Me paro. De pie escucho. Escucho atentamente. Que hermosa melodía. Que hermosísima canción. Es una canción que repite infinitamente la misma estrofa corta, y cada vez que vuelve a empezar se lleva la totalidad de mi atención y cada vez vuelve a culminar y se lleva la totalidad de mi corazón.
Una canción que me lleva, totalmente, tan grata, tan bella. Una belleza de presente, de presente puro, extremadamente puro.
Una voz femenina mayor lleva la canción, luego hay una voz femenina algo más joven o más chica, y el coro de mujeres alrededor que repite la estrofa.
La estrofa tiene una parte que empieza como algo que nunca escuché antes y finaliza con un ritmo que yo sé que es de donde yo nací. Eso es lo maravilloso, éstas mujeres cantan una canción porque saben donde yo nací. Saben del cielo y de las nubes, saben de las montañas y del aire, saben de mi madre y yo al escuchar la canción, también sé.
Sé que mi madre pudo haber estado en ésa ronda.
La mujer mayor guía, es fuerte y clara, y dulce cuando canta. Dulce con una dulzura dura, una dulzura que no oculta el camino que tenemos por recorrer.
Están ahí sentadas, en ronda cantando, para mí, pero sobre todo para mi bebé. Cantan para él, lo van a proteger. De todo. Lo protegen con el círculo, con el canto. El tendrá sus madrinas, las señoras que cantan en la luz de la luna, que saben como se tejen éstos hilos de plata que son la vida.
Sé que han cantado antes, que cantarán después. Quizá estén cantando en otro tiempo, pero están acá también y por mí y por mi hijo.
Están para decirme que esté tranquila, que ellas están ahí, haciendo el círculo. Como antes, como siempre, en un tiempo que no está dentro de una agenda, en un tiempo que le pertenece, como una semilla, al aire y a la vida.

Cantan, y yo escucho feliz. He sido tan feliz escuchando la canción, la música.

Podría, por mi formación, hablar de la procedencia étnica del canto coral grupal en ésos tonos, en ésa forma particular, pero éso no importa. No importa si el canto vino de los Andes o de las selvas húmedas del amazonas, no importa si el grupo de mujeres pertenecía a una sociedad matriarcal. Del mismo modo que no importa la procedencia de la tela con la que estaba fabricado el pijama que usaba ésa noche.

La canción me hizo feliz, me hizo recuperar el lazo con el lugar en el que nací, el lugar que me borraron de los mapas, al que le sacaron los nombres para que no fuera nombrado. Entonces las mujeres cantaron para que fuera cantado.
La canción volvió a tejer o a resaltar aquello que me unía con mi lugar de origen. Las tejedoras de la canción cantaban para éso. Y a la vez, sólo individualmente, el propósito les era desconocido y las superaba, y al mismo tiempo el propósito anidaba hondamente en su corazón y cada una interpretaba en el canto su versión del mismo, su interpretación de éste intento en particular.

De todos los lados vinieron para cantar y volver a tejer la trama que había sido desunida, vinieron con sus voces que cultivaron en sus corazones, como una ofrenda perfecta, con sus frentes con el peso de lo diario, con la liviandad de su atención presente.

Lo que fué borrado de los nombres para ser silenciado, para ser olvidado, fué cantado. Cantado para ser dicho y ser escuchado, cantado para pasar una vez más por mi corazón y el de mi hijo que así me unía desde su pequeñísimo mundo a mi pasado sin nombre.
Las tejedoras de la canción estaban allí como es imposible a muchas personas estar, sin interés, sin ruido, tan claras y precisas en su propósito, haciendo de la ronda un acto que iba más allá del compromiso formal.

Una y otra vez volvió a empezar la canción y volvió a terminar. Era un ciclo, único cada vez, como un espiral ascendente que se renovaba consigo mismo.

Puse una mano en mi vientre para decirle a mi hijo que ahora sí estaba protegido y unido a la trama que fué reparada con el canto femenino que todo lo une, que todo lo trama.

Mi hijo crecerá y en su patio y en su alma muchas veces volverán las tejedoras a decirle, a nombrarle, a cantarle, para que no olvide lo escrito en su sangre.
No estará sólo nunca más, porque mis abuelas, mis viejas, las mujeres que me han apoyado en el silencio y en la soledad, las que vinieron a mí en los sueños y en la luz de la luna, lo acompañarán a él también.

Muchas veces éstos días me pregunté como es que no he muerto aplastada por el peso de tanta prohibición, de tanta cosa que no se podía decir o ser, como no ha muerto mi alma en las prisiones adonde me encerraron, sin poder salir, sin poder decir, sin poder estudiar, sin poder saber mi verdadero nombre, secuestrada y teniendo que hacer tratos con mis secuestradores. Ellas estuvieron allí, todos éstos años, de a una, de a pocas, ellas vinieron a mi soledad de calabozo, de pobreza, de nada. Ellas me dieron la ternura de un sólido fantasma frente a la ausencia material de la ternura.
Si yo dudara de su existencia, entonces no habría explicación para mi supervivencia en el infierno.

Por ellas yo puedo nombrar al árbol y al pájaro como mis hermanos, por ellas conozco del intento la pureza, de la sombra la fuerza, de mi nombre el poder, de la canción la posibilidad de volver a ordenar el mundo que fué saqueado por la ambición.

Por ellas yo puedo caminar erguida, el canto guardado en mi corazón, rica, inmensa, mi espalda desplegada, ya no doblada para esquivar los golpes, o dura del frío de la miseria.

Por ellas mi voz se desplegó como un manto espléndido, voz que cura, preparada para acunar a mi hijo que tejerá a su vez el suyo

viernes, 26 de marzo de 2010

La oruga rosa

Escribirte para saber que aún puedo sentir ésto. Que mi estructura, la que me forma, el remolino que soy, puede dar paso a ésto, contenerlo, que yo lo puedo albergar dentro de mí. Escribirte para saberme capaz de amar, de sentir pasión por alguien, pasión y nostalgia.
Ya habrá tiempo para la vida, piensa la oruga rosa en sus sueños.
Afuera los chicos juegan, adentro mamá prohibe, la niña no puede hacer nada, no puede escalar a la madre y saltar sobre ella hacia la calle y los juegos, no puede congelar a la madre planchando bajo la lamparita incandescente y salir al sol, la niña no tiene fuerza aún para vencer esos brazos que la aprisionan. Entonces, envuelta en su manta rosa, la manta con que la han robado, entonces sueña, convertida en una oruga rosa. Cree firmemente en que habrá un día después de éste. Un día de sol, juegos, compañeros y risas. Un día después de la madre.
Su fé le dá fuerza a sus sueños. La alegría se traslada allí y así sobrevive, intacta, capullito, oruga, ensoñadora.
Crece ignorando cada juego, cada peligro, cada piedrita del camino.
Crece imaginando el mundo negado.
Imagina un mundo de maravillas, con más luces, más soles, más flores. Un paraíso donde ella despliega sus alas al sol, con más colores que los que conoce, con el cielo para volar, y mil y una flor para admirar.
Tanto anhelo, en la cama, hecha un canelón dentro de la manta, el mundo que no le pueden quitar.
Crece, imparable, el tiempo mismo la libera. Pero ésta es otra historia, lo que importa es que la niña fué libre al fin.
Y aprendió a esperar, guardando la fuerza en sus sueños.
Fuí libre al fin.
Y sé soñarte ahora, que no te tengo. Para creer que habrá tiempos mejores. Para creer que existe un tenerte luego de no tenerte.

martes, 20 de octubre de 2009

domingo, 18 de octubre de 2009

mini cuento de reverte

La imagen es la de una historia real y breve, casi un cuentecito, que lleva mucho tiempo conmigo. Y tal vez hoy sea el día adecuado para escribirla.

Una gran bandada de pájaros se ha estado congregando durante días en un palmeral mediterráneo, antes de volar hacia el sur para buscar el invierno cálido de África. Ahora viaja sobre el mar, extendida tras los líderes que vuelan en cabeza, dejando atrás las nubes y la lluvia y los días grises hacia un horizonte de cielo limpio y agua azul cobalto donde se perfila la línea parda de la costa lejana. Allí encontrarán aire templado y comida, construirán sus nidos, se amarán y tendrán pajarillos que en primavera retornarán con ellos otra vez hacia el norte, sobre ese mismo mar, repitiendo el rito inmutable y eterno, idéntico desde que el mundo existe. Muchos de los que viajan al sur no volverán, del mismo modo que muchos de los que hicieron a la inversa el último viaje quedaron atrás , en last tierras ahora frías del norte. Eso no es malo ni es bueno; simplemente es la vida con sus leyes, y el código de cada una de esas aves afirma en el silencio de su instinto que hay cosas que son como son, y nada puede hacerse para cambiarlas. Viven su tiempo y cumplen las reglas de ese dios impasible llamado vida y muerte, o Naturaleza. Lo que importa es que la bandada sigue ahí, viajando hacia el sur año tras año. Siempre distinta y sin embargo siempre la misma.

Una de las aves se retrasa. La bandada vuela delante, negra y prolongada, inmensa. Los machos y hembras jóvenes aletean tras el líder de líderes, el más fuerte y ágil de todos. Huelen la tierra prometida y tienen prisa por llegar. Tal vez el ave rezagada es demasiado vieja para el prolongado esfuerzo, está enferma, o cansada. Salió al tiempo que todas, pero las demás la han ido adelantando, y se rezaga sin remedio. Ya hay un trecho entre su vuelo y los últimos de la bandada, los más jóvenes o débiles. Un espacio que se hace cada vez más grande, a medida que aquélllos se distancian en su avance. Y ninguno mira atrás; están demasiado absortos en su propio esfuerzo. Tampoco podrán hacer otra cosa. Cada cual vuela para sí, aunque viaje entre otros. Son las reglas.

El rezagado bate las alas con angustia, sintiendo que las fuerzas lo abandonan, mientras lucha con la tentación de dejarse vencer sobre el agua azul que está cada vez más cerca. Pero el instinto lo empuja a seguir intentándolo: le dice que su obligación, inscrita en su memoria genética, consiste en hacer cuanto pueda por alcanzar aquella línea parda del horizonte, lejana e inaccesible. Durante un rato lo consoló la compañía de otra ave que también se retrasaba. Volaron en pareja durante un trecho, y pudo ver los esfuerzos del compañero por mantenerse en el aire, primero cerca de la bandada y al fin a su lado, antes de ir perdiendo altura y quedar atrás. Hace rato que el rezagado es el último y vuelo solo. La bandada está demasiado lejos, y él ya sabe que no la alcanzará nunca. Aleteando casi a ras del agua, con la últimas fuerzas, el ave comprende que la inmensa bandada oscura, volverá a pasar por ese mismo lugar hacia el norte, cuando llegue la primavera, y que la historia se repetirá año tras año, hasta el final de los tiempos. Habrá otras primaveras y otros veranos hermosos, idénticos a los que él conoció. Es la ley, se dice. Líderes y jóvenes vigorosos, arrogantes, que un día, como él ahora, aletearán desesperadamente por sus vidas. Y mientras recorre los últimos metros, resignado, exhausto, el rezagado sonríe, y recuerda.

(Lo ví llegar y posarse en el balcón de proa, junto al ancla. Estuve un rato inmóvil, por miedo a inquietarlo. Quédate, le dije sin palabras. No te haré daño. Pero al cabo tuve que moverme para reglar las velas, y el movimiento de la lona lo asustó. Observé cómo emprendía de nuevo el vuelo, siempre hacia el sur, a muy baja altura. Apenas podía remontarse, pero seguía intentándolo. Y así lo perdí de vista.)

miércoles, 14 de octubre de 2009