sábado, 19 de junio de 2010

Las tejedoras del canto

Escucho un canto que primero creo que es un coro de gatos. Pero me pongo a escuchar y escucho al final de cada frase palabras en un tono suave, de mujer. Una y otra vez vuelve el mismo canto. Con las mismas palabras suaves al final. Suaves y graves.
Estoy en la cama, quiero despabilarme del todo para ver que és. Me paro. De pie escucho. Escucho atentamente. Que hermosa melodía. Que hermosísima canción. Es una canción que repite infinitamente la misma estrofa corta, y cada vez que vuelve a empezar se lleva la totalidad de mi atención y cada vez vuelve a culminar y se lleva la totalidad de mi corazón.
Una canción que me lleva, totalmente, tan grata, tan bella. Una belleza de presente, de presente puro, extremadamente puro.
Una voz femenina mayor lleva la canción, luego hay una voz femenina algo más joven o más chica, y el coro de mujeres alrededor que repite la estrofa.
La estrofa tiene una parte que empieza como algo que nunca escuché antes y finaliza con un ritmo que yo sé que es de donde yo nací. Eso es lo maravilloso, éstas mujeres cantan una canción porque saben donde yo nací. Saben del cielo y de las nubes, saben de las montañas y del aire, saben de mi madre y yo al escuchar la canción, también sé.
Sé que mi madre pudo haber estado en ésa ronda.
La mujer mayor guía, es fuerte y clara, y dulce cuando canta. Dulce con una dulzura dura, una dulzura que no oculta el camino que tenemos por recorrer.
Están ahí sentadas, en ronda cantando, para mí, pero sobre todo para mi bebé. Cantan para él, lo van a proteger. De todo. Lo protegen con el círculo, con el canto. El tendrá sus madrinas, las señoras que cantan en la luz de la luna, que saben como se tejen éstos hilos de plata que son la vida.
Sé que han cantado antes, que cantarán después. Quizá estén cantando en otro tiempo, pero están acá también y por mí y por mi hijo.
Están para decirme que esté tranquila, que ellas están ahí, haciendo el círculo. Como antes, como siempre, en un tiempo que no está dentro de una agenda, en un tiempo que le pertenece, como una semilla, al aire y a la vida.

Cantan, y yo escucho feliz. He sido tan feliz escuchando la canción, la música.

Podría, por mi formación, hablar de la procedencia étnica del canto coral grupal en ésos tonos, en ésa forma particular, pero éso no importa. No importa si el canto vino de los Andes o de las selvas húmedas del amazonas, no importa si el grupo de mujeres pertenecía a una sociedad matriarcal. Del mismo modo que no importa la procedencia de la tela con la que estaba fabricado el pijama que usaba ésa noche.

La canción me hizo feliz, me hizo recuperar el lazo con el lugar en el que nací, el lugar que me borraron de los mapas, al que le sacaron los nombres para que no fuera nombrado. Entonces las mujeres cantaron para que fuera cantado.
La canción volvió a tejer o a resaltar aquello que me unía con mi lugar de origen. Las tejedoras de la canción cantaban para éso. Y a la vez, sólo individualmente, el propósito les era desconocido y las superaba, y al mismo tiempo el propósito anidaba hondamente en su corazón y cada una interpretaba en el canto su versión del mismo, su interpretación de éste intento en particular.

De todos los lados vinieron para cantar y volver a tejer la trama que había sido desunida, vinieron con sus voces que cultivaron en sus corazones, como una ofrenda perfecta, con sus frentes con el peso de lo diario, con la liviandad de su atención presente.

Lo que fué borrado de los nombres para ser silenciado, para ser olvidado, fué cantado. Cantado para ser dicho y ser escuchado, cantado para pasar una vez más por mi corazón y el de mi hijo que así me unía desde su pequeñísimo mundo a mi pasado sin nombre.
Las tejedoras de la canción estaban allí como es imposible a muchas personas estar, sin interés, sin ruido, tan claras y precisas en su propósito, haciendo de la ronda un acto que iba más allá del compromiso formal.

Una y otra vez volvió a empezar la canción y volvió a terminar. Era un ciclo, único cada vez, como un espiral ascendente que se renovaba consigo mismo.

Puse una mano en mi vientre para decirle a mi hijo que ahora sí estaba protegido y unido a la trama que fué reparada con el canto femenino que todo lo une, que todo lo trama.

Mi hijo crecerá y en su patio y en su alma muchas veces volverán las tejedoras a decirle, a nombrarle, a cantarle, para que no olvide lo escrito en su sangre.
No estará sólo nunca más, porque mis abuelas, mis viejas, las mujeres que me han apoyado en el silencio y en la soledad, las que vinieron a mí en los sueños y en la luz de la luna, lo acompañarán a él también.

Muchas veces éstos días me pregunté como es que no he muerto aplastada por el peso de tanta prohibición, de tanta cosa que no se podía decir o ser, como no ha muerto mi alma en las prisiones adonde me encerraron, sin poder salir, sin poder decir, sin poder estudiar, sin poder saber mi verdadero nombre, secuestrada y teniendo que hacer tratos con mis secuestradores. Ellas estuvieron allí, todos éstos años, de a una, de a pocas, ellas vinieron a mi soledad de calabozo, de pobreza, de nada. Ellas me dieron la ternura de un sólido fantasma frente a la ausencia material de la ternura.
Si yo dudara de su existencia, entonces no habría explicación para mi supervivencia en el infierno.

Por ellas yo puedo nombrar al árbol y al pájaro como mis hermanos, por ellas conozco del intento la pureza, de la sombra la fuerza, de mi nombre el poder, de la canción la posibilidad de volver a ordenar el mundo que fué saqueado por la ambición.

Por ellas yo puedo caminar erguida, el canto guardado en mi corazón, rica, inmensa, mi espalda desplegada, ya no doblada para esquivar los golpes, o dura del frío de la miseria.

Por ellas mi voz se desplegó como un manto espléndido, voz que cura, preparada para acunar a mi hijo que tejerá a su vez el suyo